Muerte en el yucal

viernes, 7 de mayo de 2010


Recuerdo muchas muertes, pero en especial la del muchacho que apareció en el sembrado de yuca.

Las manecillas señalaron la hora en punto. Los disparos inauguraron el día, nos despertaron y el humo de la pólvora se escurrió en las afueras del pueblo aquella mañana incendiada por el sol.

Al oír los tiros salí, vi un tumulto y me dirigí hacia allá. El ejército hacía una semana que estaba en el pueblo. En ese momento un cabo y cinco soldados contenían a la gente. Desde su llegada nos habían puesto en estado de sitio permanente. Se la pasaban haciendo tiros al aire y amenazaban con dispararle al que estuviera caminando por el pueblo después del toque de queda.

"Yo le estaba ayudando a mi mamá en el puesto de frituras, y se nos acabó la yuca, entonces en un descuido de ella me traje un costal y llegué hasta aquí. En el momento en que arrancaba una mata me salieron unos uniformados y sin decirme nada me dispararon como a un perro".

Guardé silencio y fijé la mirada en el cuerpo tendido en el surco. Su cabello estaba lleno de sangre por los tiros en la cabeza que le dejaron huecos como de bolas de cristal. Vestía un camuflado como el que usan los hombres del ejército, pero le quedaba grande.
"Un soldado tan alto como el portón de mi casa sacó de su mochila unas botas, y un uniforme grande y me lo puso a mí, que mido uno con cuarenta centímetros. Después pusieron a mi lado una granada y un revólver".

Despegué la mirada del cuerpo por la gritería y miré al cabo. Alguien del tumulto le gritó:
―¡Asesino!

El cabo no supo de dónde vino la voz, con rabia miró a su alrededor y dijo:

―Todos ustedes son de los mismos, unos malparidos guerrilleros.

"Yo quedé besando la tierra, y quería seguir así para que no se descubriera que estaba robando yucas. Mucha gente de la que vino a verme me conocía, porque iban a comer frituras en el puesto de mi mamá".

Al finalizar la mañana lo vi más rígido, seguramente por la tierra reseca y por el sol que coronaba la mañana. Una rodilla formó un ángulo de 70 grados, la otra permaneció estirada. El tronco vertical. La mano izquierda se alargó de manera caprichosa, mientras que la derecha le sirvió de apoyo a su cabeza que quedó clavada sobre la tierra.

La gente, a pesar del miedo, dijo cosas:

―Es muy pequeño, pobrecito…
―No parece de por aquí…
―Si pudiéramos voltearlo…

En ese momento uno de los soldados, gritó:

—Ni se le ocurra tocarlo, es un subversivo, miren lo que cargaba. Déjenlo quieto que ya viene la Fiscalía.

A las cinco de la tarde llegaron tres hombres. Vestían sus trajes de gallinazo y en sus gorras estaban bordadas las iniciales de la institución. Saludaron a los soldados y con diligencia monótona empezaron su trabajo. Se notaba que les molestaba nuestra presencia. ¿Para qué tanto tumulto si apenas era un muerto?

A las seis de la tarde, uno de ellos ordenó:

―Súbanlo al carro.

En ese momento una señora se abrió paso, agitada, y gritó:

―No lo suban.

Su rostro pálido era vela de cebo.

—¡Asesinos, qué le hicieron a mi niño!
"…cuando escuché a mi mamá, quería pararme, abrazarla, darle el último beso y despedirme, pero no pude por más que lo intenté".

La madre adolorida se le abalanzó a un soldado para arañarle la cara, pero éste retrocedió. Cuando disparó al aire corrimos.

La señora arrodillada sobre el cuerpo inerte de su hijo, volvió a gritar:

—Asesinos, mataron a mi hijo.

Los soldados nos apartaron a punta de culatazos, después retiraron a la mujer y los funcionarios de la Fiscalía subieron el cadáver al carro.

"Sufrí por el dolor de mi madre y, en ese instante, supe que me quería de verdad".

Los de la fiscalía se fueron. Quise hablar con la señora, consolarla, pero fue imposible porque dando gritos corrió detrás del carro y desapareció.