EL
MÚSICO QUE BURLÓ A LA MUERTE
La
maldad como burla en el imaginario de Jhon Jairo Zuluaga Londoño
Por Celedonio Orjuela
Por Celedonio Orjuela
Los
géneros del cuento y la poesía son como los hijos pródigos para las casas
editoriales que se ocupan del hipermercado, a quienes el rastreo del márquetin
les indica que lo único que lee el gran público es la novela; de ahí que sea
tan fácil encestar gato por liebre al desprevenido lector de cierta prosa de sonajero
que de verdaderas piezas de arte. Esto no es óbice para que los dos géneros
sigan su rumbo aunque en tiempos modernos pareciera que fuera un oficio
clandestino. Por fortuna a las dos formas las fortalece la tradición y
evolución tanto en forma como en contenido en el canon de la literatura y sus
nuevas manifestaciones.
No es
fácil sustraerse a la lectura de grandes cuentistas universales que han dejado huella
en un género tan cercano a la poesía, especialmente de la lírica que se escribe
en los tiempos que corren, rompiendo ciertos arbitrios de la tradición y la
sumerge en la prosa poética cercana al cuento corto, y el tiempo de lectura,
tanto que hoy se puede hablar de minificción, microrelato y minicuento, con sus
respectivos estudios académicos acompañados de sendas antologías que convalidan
esta forma corta de narrar y por tanto la frontera con la poesía es cada vez
más tenue. Incluso muchas veces con el aforismo, sin negar que las fronteras
existen.
En
Colombia la tradición cuentística se ha mantenido vigente como quiera que en
las diferentes etapas de la historia de este género, una o dos figuras ayudan a
configurar el parnaso de las letras colombianas. Una de las buenas antologías
de grata recordación, la compilada por Eduardo Pachón Padilla “Antología del
Cuento Colombiano”, publicada en 1959 y más recientemente el trabajo de Luz
Mary Giraldo: “Cuentos y relatos de la literatura colombiana” 2005, amén de
otros estudios que no es del caso mencionar aquí.
A Jhon
Jairo Zuluaga también le gusta narrar y lo hace tal vez por ser hijo de una
región cafetera, quizá la más dada a la oralidad en la que ayuda hasta el eco
de las montañas a reinventar sus orígenes, acompañados de diablos y otras
apariciones. En una selección de cuento que hice hace algunos años, publicado
con el nombre de “Ofrendas y
Tenciones”, decía El momento en el que en verdad declaramos al diablo nuestro enemigo, es
cuando hacemos la primera comunión. Es ahí en esa primera confesión ante el
presbítero, quien por demás se ríe de nuestros inocentes pecados, cuando el
demonio toma corporeidad de mil maneras. Desde ese momento cargamos al demonio
como ese intermediario entre lo mundano y lo absolutamente divino. Jhon
Jairo Zuluaga también en sus relatos juguetea con esa y otras apariciones o con
seres liliputienses que juguetean por las páginas, diablillos que driblan en el
rectángulo de futbol de la escuela, que escamotea a los normales, como una
visita de la muerte que llega a rochelear
como dirían en la zona cafetera; o el frío sabanero que a veces se transforma
en granizo y va quedando una escarcha que cubre los enseres de los afectados,
de allí brota una figura que cobra vida en medio de las lluvias e interroga
desde la trascendencia. O el mundo espectral que llevamos y nada mejor que
metaforizarlo con la figura del doble. Estas ensoñaciones ocurren en un espacio
rural, pero también citadino, al igual que la muerte que nos es tan molestamente
cercana a la idiosincrasia latinoamericana y antes de recibirla como una queja
o una maldición, vendría bien estar del lado de Elías Canetti en uno de sus aforismos: Todos los que aman la muerte terminan por
negarla:, aquí en estos relatos se la convoca, pero el autor nos propone burlarla en el juego de la
literatura, ese divertimento ocurre en El Músico que burló a la muerte.