EXORCIZANDO LA MUERTE

jueves, 27 de agosto de 2009

Por: John Jairo Zuluaga Londoño

Cuando se respetaba la vida en nuestro país, en los lugares donde todavía no había llegado la violencia, era raro ver en el barrio un muerto por arma blanca o de fuego y cuando alguien se iba para el otro lado era por una enfermedad insalvable, por un paro cardiaco o un accidente de tránsito. El muerto era noticia y durante la semana no se hablaba sino de él, pero los tiempos cambian y hoy la muerte es el plato fuerte de los noticieros, de las películas que entretienen a los jóvenes, y por qué no decirlo, es una mina de plata de las programadoras de televisión que alimentan el morbo del ser humano.

Los noticieros nos entregan la muerte sazonada con modelos de senos sintéticos y protuberantes, con imágenes previamente corregidas para que aparezcan como una postal, en todo caso como una postal de muerte, fascinante porque es anunciada por una joven hermosa que exhibe una sonrisa fabricada.

Estamos tan familiarizados con la muerte que si vemos en la imagen siete personas ultimadas no nos angustiamos, ni sentimos el miedo que antes se expresaba en los ojos distantes y en el frío que atravesaba nuestras entrañas. Ahora simplemente cambiamos la imagen con la misma facilidad con que nos echamos una cucharada de arroz a la boca y buscamos un programa donde estén pasando los chismes de la Negra Candela, los goles del Barcelona o del Real Madrid.

Es tanta la indolencia que en días pasados el conductor de una funeraria se desvió del camino para encontrase con su amante. Se miraron y sus insinuaciones de amor los llevaron a una residencia cercana, sin reparar en el muerto que completó 36 horas en el parqueadero del motel.

Tres días atrás no habíamos salido del asombro porque el noticiero nos mostró a unos muchachos desocupados que se acercaron a un circo y abrieron la puerta de una jaula donde un tigre mostraba sus colmillos amenazantes, sus garras en alto y sus ojos de vidrio dispuestos a cobrar venganza por su encierro.

Los jóvenes apenas saltó el tigre lo despidieron con sonoras carcajadas, en una demostración más de desparpajo e indolencia hacia la vida porque el tigre ni corto ni perezoso salió corriendo en estampida en busca de su primera víctima.

De un brinco se subió al zarzo de una casa, y como estaba pasado de kilitos, rompió el techo plástico y cayó cerca de la cama donde dormían dos ancianas. Abrieron los ojos y no sabían si estaban viviendo una pesilla o si esa era la realidad tan escueta como un serrucho o un martillo. Antes de cualquier cosa salieron corriendo para salvar su pellejo, por fortuna la fiera se entretuvo en el camino y en dos o tres dentelladas se engulló el gato de la casa, pero las señoras por fortuna quedaron a salvo.

Detrás de la indiferencia hacia la muerte, viene el irrespeto por el muerto. Se volvió costumbre en algunos lugares del país sacar al difunto del ataúd para tomarse fotos con él, pasearlo por el barrio, y sentarlo a la mesa de un bar mientras se emborrachan, o sino lean a “Rosario Tijeras” o las crónicas de Ricardo Aricapa que registra lo que pasa en las comunas de Medellín.

Esa indiferencia hacia la vida y esa familiaridad con la muerte ha llegado a las aulas escolares de Colombia.

Se apuñala en los colegios, se amedrentan profesores, e incluso en Bogotá fue famosa la muerte del rector del colegio Naciones Unidas por las manos criminales de tres estudiantes que lavaron su espalda en sangre después de propinarle sendas puñaladas marraneras a lo largo de su espina dorsal.

En muchos colegios se “matonea” al compañero, al que piensa diferente, o al que no se somete a los caprichos del guasón o del “duro del curso”.

Muchos colegios se han convertido en escenarios de hurto, riña, de lesiones personales, y de muertos, tanto que hay colegios de Suba donde los alumnos reciben clases custodiados por la Policía.

Ese clima de intolerancia se ha deslizado hacia el conocimiento. Ya no se valora el saber y el que sobresale en sus materias de estudio lo tratan de sapo, tonto, ñoño o buey.

Los profesores no escapan a ese designio, ya no se valoran sus conocimientos, y cuando llega temprano al aula de clase le fruncen el seño y ven su marcador, su borrador y su agenda marrón como si fueran instrumentos de tortura o como si él fuera en persona Juan de Mañozga, el inquisidor más temido que tuvo Cartagena.

Esto pasa en un país que ha cambiado sus valores, y sus nuevos héroes son la modelo prepago, el parapolítico, Teodolindo o el líder de la barra brava. Eso sí, son los héroes impulsados desde los medios de comunicación, pues por el ánimo de vender tienen que registrar sus hazañas como si fueran hechos de grandeza y si ellos no existieran para llenar las faltriqueras de los medios, seguramente los inventarían o los remplazarían por otros que fueran sus becerros de oro.




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